las máquinas de ver. imágenes del macro y del microcosmos (II).

Los artistas, además de la perspectiva, desarrollaron técnicas para la aplicación del claroscuro y el color, y se interesaron profundamente por el funcionamiento del ojo, por las propiedades geométricas de la luz, etc. Así, actuando a modo de científicos, construyeron artilugios de todo tipo con la intención de realizar representaciones más exactas en sus lienzos, o simplemente de encontrar otros modos de mirar y ver.

Durante los siglos XV y XVI y en adelante proliferaron todo tipo de máquinas de dibujar y de tratados al respecto. El cristal de Leonardo, el velo de Battista Alberti, el porticón de Durero, etc. Por otro lado se retomó un conocimiento muy antiguo; la cámara oscura. El fenómeno por el que en una habitación (o recipiente) oscuro en el que se practica un pequeño orificio, la luz que pasa por éste proyecta una imagen invertida del exterior en la pared opuesta. La cámara oscura es la única máquina de dibujar que reproduce las formas y el color. Todas las demás eran ineficaces en este último aspecto, de modo que sólo servían para reproducir contornos y detalles en claroscuro. El mismo Leonardo (tal vez el ingeniero más que el artista), se sirvió del funcionamiento de la cámara oscura para explicar el del ojo. Esta comparación sigue siendo válida.

Los científicos de la época, no dejaron de reparar en estas cuestiones, por lo que en aquel momento se produce un acercamiento de los intereses de matemáticos, físicos y astrónomos -hacia las máquinas de dibujar y las teorías que de ellas se derivaban- al sentirse atraídos por la objetividad de sus resultados y la consistencia de su argumentación científica. En este ambiente, comienza el desarrollo de la óptica de un modo desconocido hasta entonces. Sobretodo en el siglo XVII se producen grandes avances en esta materia. El momento culminante del proceso se alcanza cuando Newton presenta su Optiks en 1704. En adelante, la óptica es ya una ciencia muy elaborada, la más avanzada tras las matemáticas, la astronomía y la mecánica.

Por tanto, esa parte de la física que más ha influido en el desarrollo de la humanidad (y donde confluye la doble dualidad visible-invisible y finito-infinito) fue una de las grandes conquistas de un período que arranca en el Renacimiento. Beneficiaria de los esfuerzos de científicos y artistas y alentada por el dominio de la técnica del vidrio no es de extrañar que pronto formase una parte muy importante de todos esos cambios que se producían en el mundo. (Cambios que con la revolución científica, fueron sobretodo de mentalidad; pues no sería hasta la industrial que–al menos de manera palpable- comenzasen a afectar al mundo, al entorno natural).A la interminable lista de inventos y descubrimientos vinieron a sumarse dos que sin duda fueron completamente revolucionarios; el telescopio y el microscopio. Ambos, surgieron casi al mismo tiempo, y ambos modificaron drásticamente la concepción del mundo que tenía el hombre. Desde el principio se convirtieron en herramientas utilísimas a la ciencia experimental ávida de observaciones nuevas. Impulsaron las concepciones más modernas acerca de la materia, la vida o el espacio y poco a poco la creación de nuevas ciencias como la bacteriología.

Alterar la visión que se tiene del mundo. Microscopios, telescopios y nuevas cosas que ver

Hace mucho tiempo que se sabe que los espejos curvos y las esferas de cristal llenas de agua aumentan el tamaño de las imágenes; resulta evidente que la lupa más elemental es sencillamente una gota de agua. Durante toda la antigüedad los hombres experimentaron con lentes imperfectas de cuarzo o cristal e incluso las emplearon para “corregir” defectos oculares como la miopía. Pero no fue hasta el siglo XVII, cuando la ciencia reclamaba nuevos instrumentos de observación y medición, que aparecen los microscopios y telescopios. Con ellos, un nuevo universo se abrió a la mirada de los hombres, y la ingenua concepción del mundo que tenían quedó completamente trastornada.

Desde luego, ésta nunca volvió a ser la misma, y es que lo visible puede permanecer alternativamente iluminado u oculto, pero una vez aprehendido forma parte sustancial de nuestro modo de vida. Eso al menos les quedó claro a Galileo y sus contemporáneos.

En el siglo XVI, el astrónomo polaco Copérnico introdujo la hipótesis del movimiento de los planetas alrededor del sol. Esta teoría, contradecía la interpretación geocéntrica de Ptolomeo (s. II d.C.) y el modelo de Copérnico tardó mucho en ser aceptado. Sin embargo, reavivó intensamente el interés por la astronomía e incitó a otros científicos a avanzar en esa dirección. Entre ellos, destacan Galileo y Kepler. El primero demostró empíricamente las tesis de Copérnico. Y aunque coincidían en lo fundamental mantuvo un encendido debate con el segundo acerca de la forma de las órbitas celestes. Mientras Kepler defendía correctamente que era elíptica, Galileo consideraba esta forma inaceptable. Él, admirador de las artes y estudioso de la perspectiva y la técnica del claroscuro, al igual que la mayor parte de sus contemporáneos creía en la supremacía del círculo, y la elipse no era más que un círculo distorsionado.

Por lo que Galileo no consideró ni por un momento a la elipse como forma posible en el sistema solar, a pesar de que los datos de que disponía podían indicárselo. Esto demuestra que lo que un hombre ve depende tanto de lo que mira como de lo que su experiencia visual y conceptual previa lo han preparado para ver. Pero por no es caso de menospreciar aquí los méritos de Galileo, debemos decir también que ese mismo arte por el que se interesaba y cuyos conceptos “le cegaron” ante la susodicha forma, también “le enseñaron” parte de lo que fue su gran hazaña.

Observó y además supo ver, gracias al telescopio, que la Luna presentaba una superficie rugosa similar a la de la Tierra, lo que contradecía la creencia reinante de que la Luna era una pulida esfera inmaculada. Basándose en sus observaciones escribió, en 1610, El viajero sideral. Ahí nos dice: “Bellísima cosa y bien agradable a la vista es poder contemplar el cuerpo lunar, apartado de nosotros casi sesenta diámetros terrestres, tan próximo como si hallase a tan sólo dos de tales medidas. (…) Gracias a esto, cualquiera puede saber con la certeza de los sentidos que la Luna no está cubierta por una superficie lisa y pulida, sino áspera y desigual.”

Con la certeza de los sentidos, nos dice Galileo, sin embargo, sólo empleaba su ojo al otro lado del telescopio. Una superficie rugosa más debiera corroborarse con el tacto, sin embargo no le hizo falta. Por haber estudiado las leyes del claroscuro, fue capaz de darse cuenta de lo que otros hombres (como Hariot) descuidaron en la misma época por contradecir la creencia general (como la elipse). Sin duda con Galileo, los hombres habían aprendido a utilizar sus ojos como herramientas de la imaginación.

Con su telescopio, Galileo observó también los satélites de Júpiter, y dice un poco más adelante: “Cosas todas ellas por mi observadas y descubiertas no hace muchos días, mediante un anteojo de mi invención, previamente iluminado por la divina gracia.”

Lo cierto, es que no está claro todavía si el telescopio que empleó Galileo fue realmente inventado por él o si se limitó a adaptar a sus necesidades un invento ajeno. También se dice que pudo haber fabricado un microscopio, y de hecho, en 1612 presenta, al rey de Polonia Segismundo III, el occhiolino; un microscopio compuesto de una lente convexa y una cóncava. Sin embargo es probable que fuera el fabricante de gafas holandés Zacharías Jansen quien inventase el microscopio en 1590.

En cualquier caso, podemos decir que hoy hace más de 400 años que el hombre dio el paso definitivo en la búsqueda de lo invisible. Sumirse en lo invisible… y de paso lo infinito. No es casualidad, que Newton -quien alzó a la óptica a su categoría actual- inventase en 1685 el cálculo infinitesimal; un poderoso instrumento que permitía estudiar algebraicamente las llamadas curvas mecánicas y los fenómenos físicos complejos. Y más sorprendente aún resulta que otro hombre lo hiciese al mismo tiempo en un lugar distinto, era Leibniz.

El mismo Newton accedió al estudio de la óptica porque pensaba que los telescopios siempre darían imágenes coloreadas y distorsionadas. Ocurría con los telescopios y microscopios primitivos, que los objetos se veían rodeados de anillos de color -aberración cromática-que impedían observar con claridad contornos y detalles. Pero pronto, otros hombres demostrarían que se Newton se equivocaba.

El microscopio acromático, diseñado en 1820 por Joseph Jackson Lister, supuso un gran avance e inició una serie de perfeccionamientos hasta alcanzar la calidad de los modernos microscopios ópticos. Y posteriormente de otros tipos, de tal manera que hoy podemos estudiar partículas elementales cuyos radios son tan pequeños como 10-15 cm, y estudiar señales procedentes de los confines del Universo desde distancias del orden de 1028 cm. Por tanto nuestro conocimiento, aunque con numerosas lagunas, trata fenómenos que cubren una escala de cuarenta potencias de 10.

Finalmente, los mundos de lo grande y lo pequeño se intuyen como algo muy cercano a la doble dualidad que nos ha ocupado hasta ahora. Lo visible y lo invisible, lo finito y lo infinito… y es que entre ellos se encuentra, no sólo todo lo que existe, sino también todo lo que puede verse, ya sea a simple vista o con la ayuda de cualquier tipo de artilugio.

De la luz blanca a la radiación electromagnética; o cómo ver lo invisible con lo invisible

En un principio, microscopios y telescopios, se construían con lentes de vidrio, cuarzo e incluso diamante, y precisaban de una fuente de luz natural para la obtención de imágenes; ya fuese ésta, la que reflejada en un espejo atraviesa la muestra (microscopios) o la que llega de las lejanas estrellas (telescopios). Sin embargo, en la actualidad, la luz visible es sólo uno de los diversos medios de los que dispone el hombre para la detección, medición y observación de los objetos. Existen sistemas que emplean el sonido o radiaciones electromagnéticas del espectro, distintas de la luz blanca, también pueden utilizarse, por ejemplo, haces de electrones.

Así, desde los años 20 del siglo pasado, se han desarrollado mecanismos sonares o de ultrasonido, que funcionan de modo análogo a los sistemas naturales de algunos animales como el murciélago, es decir, enviando una serie de pulsaciones ultrasónicas (más allá del alcance del oído humano, “invisibles a nuestras oídos” podríamos decir) y detectando su reflejo, de tal manera que es posible calcular la posición relativa y la distancia a los objetos en que “rebotan” estas pulsaciones según el tiempo que tardan en hacerlo. Aunque esta técnica se desarrolló con fines militares para su empleo en alta mar (detección de submarinos enemigos por ejemplo), lo cierto es que hoy en día presenta diversas aplicaciones; en medicina puede sustituir a los rayos X en casos en que estos resultan especialmente dañinos, como en mujeres embarazadas, en el mar, para localizar bancos de peces o sondear el fondo marino se sirven de ella marineros y geólogos, que también la emplean en la búsqueda de minerales, petróleo, etc.

En esta misma línea están las ondas de radar (Radio Detecting and Ranging), que igualmente se reflejan en la superficie de objetos sólidos. Desarrolladas poco después de los ultrasonidos, y empleadas con éxito por Gran Bretaña en la Segunda Guerra Mundial, en la actualidad el radar tiene importantes aplicaciones militares y civiles. Destaca su empleo en el tráfico marítimo y aéreo donde ha supuesto un avance radical, capaz de calcular no sólo la posición de un objeto, sino también su dirección y velocidad en caso de que éste se encuentre en movimiento; es útil también en cartografía, meteorología, etc. Paralelamente al radar se descubrieron ondas de radio procedentes del espacio. Concretamente Kart Jansky, en 1931 “encontró” ondas de radio alejadas del sistema solar, en la constelación de Sagitario, lo que motivó que en pocos años se desarrollasen los radiotelescopios, herramientas que pronto descubrirían algunas fascinantes peculiaridades del Universo; como los púlsares, pequeñas y colapsadas estrellas en danza infinita sobre su propio eje, o los quásares, los objetos más lejanos que se han detectado y capaces de emitir tanta energía de radio como una galaxia entera. En suma, y antes de detenernos en las peculiaridades de los microscopios actuales, lo cierto es que el hombre una vez se adentró en aquello que podemos considerar el reino de lo invisible no ha dejado ya de buscar en él respuestas a preguntas tan eternas como su propia existencia.

Lo que resulta invisible a un hombre, a su biología común y su fisiología particular, ha debido ser desentrañado mediante instrumentos ideados y fabricados al efecto, procedentes de la investigación científica y técnica. Pero cada vez más con una salvedad; ahora esos mismos aparatos se sirven de “invisibilidades” para alcanzar su propósito. Como acabamos de ver, en relación a los ultrasonidos, las ondas de radar o la radiación de fondo de microondas que emite el universo, y a otros muchos métodos como por ejemplo los rayos X o las radiaciones infrarrojas para detectar cuerpos calientes en la oscuridad, ahora, y cada vez más la ciencia se sirve de lo invisible para “visualizar” invisibilidades. Y aquello que la naturaleza negó a nuestros ojos o a nuestros oídos puede ahora conocerse mediante tecnologías que son operativas esencialmente por emplear, llamémosle elementos, que pasan completamente desapercibidos a los sentidos del hombre. Pretender el conocimiento de la invisibilidad, ha terminado por hacer necesario usarla en la misma medida que se quiere desterrar.

Si en sus comienzos, microscopios y telescopios respondían exclusivamente al esquema, más o menos complejo: lente + luz natural, poco a poco esto dejará de verificarse. Y es que por potente que sea un microscopio o telescopio óptico, hay un límite a su poder de resolución; precisamente la longitud de onda de la luz visible es ese límite.

La inefable omnipresencia de lo invisible y la dualidad onda-corpúsculo en el comienzo de las ópticas no geométricas

No resulta extraño, desde esta perspectiva, la existencia de diversos tipos de óptica, -en base precisamente a esas limitaciones consustanciales a la luz natural- las cuales a su vez han dado paso a la existencia de otros tantos tipos de aparatos con los que adentrarse en lo invisible. En especial en los mundos infinitos del macro y el microcosmos, penetrando, ora en la oscuridad del Universo, ora en la ultra estructura de la célula, en las formas límites de vida (virus), o en la composición de minerales o cristales… buscando tal vez ese estado inicial, primer eslabón, de la materia con que ya soñaban los griegos y con que “se construye” todo lo que existe y que va de lo grande a lo pequeño. Precisamente, en la actualidad, la teoría de supercuerdas que pretende reconciliar las contradicciones entre la teoría de la relatividad general formulada por Einstein (macrocosmos) y los presupuestos de la mecánica cuántica (microcosmos), “habla” de unos hilos de energía pequeñísimos que vibran, en forma semejante a como lo haría la cuerda de un violín o una guitarra, de tal modo que dependiendo en la forma en que lo hagan, componen las distintas músicas de la materia. Sin embargo, de existir, tenemos serias limitaciones para conocerlas; las cuáles derivan ni más ni menos que de nuestro propio tamaño; somos demasiado grandes todavía, y nuestros aparatos de medición y captación, aún sumidos plenamente en lo invisible resultan irrisoriamente inoperantes a partir de determinada escala. Y es que como nos dice esa misma teoría; si agrandáramos un átomo a la dimensión del Universo, una supercuerda no sería más grande que un árbol. Por lo que merece la pena señalar que en el campo de lo físico hay muchas cosas que siguen siendo desconocidas. Así, los físicos por mencionar sólo un ejemplo, nos dicen que el 90% de la materia del universo es lo que se llama “materia oscura”. “Oscura porque no la vemos, oscura porque no sabemos lo que es”. Así, el hombre prosigue en su ardua tarea del conocimiento de lo invisible.

Y a la óptica geométrica, que se funda en el concepto de rayo luminoso y de la cual surgen las leyes de la reflexión y refracción de la luz que rigen las propiedades características de los instrumentos ópticos clásicos, le sigue la óptica ondulatoria o electromagnética basada en la teoría del campo electromagnético o las cuatro ecuaciones formuladas en 1864 por el físico británico J. C. Maxwell. Posteriormente la óptica cuántica, permite superar la contradicción aparente entre la concepción corpuscular y ondulatoria de la naturaleza de la luz, y es a su vez base de la óptica electrónica que supone la sustitución de los fotones por electrones.

Los distintos tipos de óptica dan como resultado distintos tipos de aparatos. En el caso concreto de los microscopios, éstos pertenecen a tres tipos –ópticos, electrónicos y atómicos- en función de las distintas ópticas que han intervenido en su invención y fabricación.

Como sabemos, un microscopio es un instrumento que permite hacer visible la estructura de los objetos a una escala no apreciable a simple vista ni con ayuda de una lupa. Etimológicamente la palabra microscopio viene del griego mikros, que significa pequeño y se utiliza como prefijo en voces compuestas, y skop; visión. Su objetivo primero es ampliar el poder de resolución del ojo humano. Esto es la distancia mínima entre dos puntos próximos que pueden verse separados; para un sujeto sano y en condiciones óptimas es aproximadamente de 1/10 milímetros, es decir, 100 micras. Además del poder de resolución resulta sumamente importante el poder de ampliación, el de penetración y, en especial en los ópticos, la capacidad para proporcionar imágenes de contornos netos.

Los microscopios se clasifican básicamente por el tipo de iluminación que emplean, así pueden usar radiaciones de luz invisible o el espectro de luz visible.

En este último grupo se encuentran los microscopios ópticos que están formados por una o varias lentes, por lo que se denominan simples (lupa) o compuestos. Sirven para exámenes superficiales como por ejemplo para la disección de animales o la detección de quistes de parásitos, etc. Se requiere gran intensidad lumínica para grandes aumentos, sin embargo, la experiencia indica que por encima de 500 los objetos se ven cada vez mayores pero no se incrementa el poder de resolución que es lo que interesa.

A pesar de esto existe un gran número de microscopios ópticos especiales -seguramente porque fueron los primeros en inventarse y por tanto ha habido más tiempo para mejorarlos y diversificarlos-, que aún con índices de ampliación limitados se muestran más operativos a la hora de trabajar con ciertas sustancias o materiales. Algunos de ellos son; m. de contraste de fase (para ver parásitos y bacterias en cortes histológicos y para objetos transparentes y no coloreados); m. de fluorescencia (especialmente en el estudio de microorganismos y moléculas orgánicas); m. de campo oscuro (fondo oscuro sobre el que se ven los objetos intensamente iluminados y que permite por ejemplo ver el contorno de las bacterias y su movilidad); m. petrográfico (para la observación de rocas o minerales previamente preparados); etc.

En cuanto a los microscopios que emplean radiaciones de luz invisible, que son los más modernos, pueden clasificarse en dos tipos principales; los microscopios electrónicos y los microscopios de sonda de barrido o atómicos que alcanzan resoluciones atómicas con facilidad.

En este último grupo se encuentran el microscopio de fuerza atómica y el de efecto túnel o cuántico. Los materiales que pueden observarse con el de efecto túnel tienen sus limitaciones; deben, por ejemplo, conducir la electricidad y ser elementos que no se oxiden, como el oro, el platino o el grafito. El de fuerza atómica, presenta la ventaja de ser útil en el caso de materiales no conductores, aunque el resultado es parecido al de efecto túnel pues ambos producen un mapa topográfico de la muestra. Ambos tipos fueron desarrollados por G. Binning y H. Rohrer entre 1981 y 1985, por lo que en el año 86 recibieron el Premio Nóbel de Física.

En cuanto a los microscopios electrónicos, a medio camino entre la óptica y la electrónica, funcionan mediante el uso de ondas electrónicas y pueden ser de dos tipos básicos, y aunque su funcionamiento es similar tienen diferentes usos y la imagen proporcionada es distinta. Se inventaron en la década de 1930 (1931 E. Ruska primer m. elect. de transmisión) y gracias a ellos y a la aplicación de técnicas histoquímicas y bioquímicas se han logrado grandes avances en biología celular.

En cuanto a su funcionamiento, todos emplean lentes magnéticas y electrostáticas para manejar y focalizar haces de electrones (en lugar de luz) acelerados en el interior de la columna donde se ha realizado un vacío elevado (ultra-alto vacío); por lo que no es posible estudiar especimenes vivos. Aunque existen diferencias importantes, un paralelismo sencillo puede establecerse con la forma de orientarse de los murciélagos antes mencionada; de este modo, el microscopio “lanza” un haz de electrones contra la muestra y lo que “rebota” es recogido por una o varias lentes electromagnéticas que amplían la imagen; finalmente una pantalla fluorescente vuelve visible la imagen al ojo humano a través de un monitor de TV. De tal forma que sólo se genera una imagen fuera del microscopio, lo que redunda en la “manera invisible” en que se producen estas imágenes. Debido a que los electrones tienen una longitud de onda mucho menor que la de la luz pueden mostrar estructuras mucho más pequeñas; los contrastes se deben a efectos de absorción de electrones. En este tipo de microscopios el aumento se obtiene por variación de la tensión eléctrica (medida en kilovoltios) que controla los campos magnéticos de las lentes electrónicas; con la combinación adecuada de éstas se pueden conseguir, teóricamente, aumentos ilimitados. En la práctica, permiten alcanzar aumentos superiores a los 500.000 con un poder de resolución inferior a 10-9 metros. Básicamente son de dos tipos, aunque existe un tercer tipo mixto; el microscopio electrónico de transmisión (MET), y el microscopio electrónico de barrido (MEB). El primero proporciona una imagen en dos dimensiones, mientras que el segundo, de desarrollo posterior, da la impresión de producir una imagen en tres dimensiones.

En el MEB, el sistema de lentes electrónicas permite enfocar el haz de electrones sobre la superficie de la muestra. Se hace un barrido sobre ella, de manera que la imagen se va formando línea a línea, de tal manera que el monitor de TV, o de visualización, realiza un barrido aproximadamente igual al del microscopio. Aunque la muestra no recibe en principio ninguna preparación previa, es deseable que sea eléctricamente conductora, lo que se consigue creando una fina película sobre la muestra. La cual, comúnmente, es de platino, oro o carbono; los dos primeros recubrimientos proporcionan imágenes más bonitas con efectos de contraste realzado, pero el carbono presenta una ventaja importante: y es que gracias a este recubrimiento pueden realizarse microanálisis, de momento baste decir someramente que esto permite analizar la composición de las muestras.

El “ojo largo” y el “ojo corto”. Dos maneras de acercase a la orografía de un papel impreso.

El MEB se diferencia principalmente del MET en que la imagen da la impresión de ser en tres dimensiones, y en nuestro caso particular, implica descubrir la tridimensionalidad de un soporte en principio bidimensional; el papel. Es decir, adentrarse en su geografía, para un artista el descubrimiento es más que asombroso, supone que la bidimensionalidad (de un papel, de un dibujo, etc.) no existe; ésta es sencillamente una ilusión derivada de nuestro propio tamaño. Y es que a través de los ojos artificiales que el mundo de la ciencia pone a nuestro alcance, el papel se convierte en un paisaje árido o florido según su composición y estructura. Para nosotros, el MEB evidencia que existe un lugar dónde un diminuto trozo de papel es un enorme valle de topología desconocida y sorprendente.

Las investigaciones se han llevado a cabo con el JEOL JSM-6700F (Field Emisión Electrón Microscope), al cual podría acoplársele un mecanismo de tal manera que pudiera funcionar como un MET, y convertirse así en un microscopio electrónico mixto. Sin embargo, el tipo de imágenes (tridimensionales) proporcionadas por el MEB y la posibilidad de realizar microanálisis en busca de los componentes de cada papel, y en su caso de cada capa, han hecho innecesario recurrir a esta alternativa. Para muestras ideales, este microscopio presenta una capacidad de hasta 650.000 aumentos, aunque dado el tamaño de las muestras ha sido suficiente oscilar entre los 40 y los 1.200 aumentos, llegando en casos especiales hasta los 5.000. Asimismo existen distintos modos de aproximación a la muestra o, por así expresarlo, distintas aplicaciones. Los más utilizados han sido LEI y YAG. El primero detecta los electrones con la misma carga que fueron emitidos y los efectos de contraste, claro u oscuro, se deben al alejamiento o cercanía, o a las “distintas alturas”, de la superficie por lo que se emplea para establecer diferencias topográficas. El segundo, YAG llamado también retrodispersados, se emplea en cambio para observar las diferencias en la composición. Detecta los electrones que cambiaron su carga inicial al chocar contra los núcleos de los átomos de la muestra, las diferencias de color se deben al peso atómico de los elementos; de modo que se ven más oscuros los que tienen un peso más bajo y más claros aquellos en los que es más elevado.

Además, ahondando en la composición química, pueden realizarse, los ya mencionados, microanálisis. Esta técnica específica -extremadamente útil en la investigación realizada- consiste en seleccionar sobre la imagen monitorizada un área concreta, un trozo de fibra por ejemplo, de tal modo que los electrones emitidos chocan con las nubes electrónicas de los átomos de la muestra y la energía liberada es característica del átomo que ha recibido el “impacto”. El software del ordenador realiza un espectro de probabilidades donde los picos más elevados corresponden a aquellos átomos que se encuentran en mayor grado. Esta práctica puede realizarse tanto en modo LEI como YAG y aunque en ciertos casos serían necesarios análisis químicos o de otro tipo para determinar la composición exacta, en el caso concreto del papel es suficiente para aproximarse a ella. Sobretodo si se poseen algunos conocimientos de los materiales y procesos de fabricación del papel. Así por ejemplo la presencia de cloro indica que se ha empleado como “blanqueante”o si en el microanálisis de las fibras se obtiene carbono y oxígeno, que éstas son de naturaleza orgánica. Los microanálisis son en especial ventajosos a la hora de analizar ciertas partículas, a modo de diminutas impurezas, que pueden aparecer en la muestra, ya que sería en exceso trabajoso cuando no imposible aislarlas para otro tipo de análisis. Finalmente el MEB permite trabajar con muestras en sección, algo extremadamente útil en el caso de papeles que presentan una estructura de varias capas superpuestas, pues permite ver la disposición y el grosor de las mismas además de realizar el consiguiente microanálisis para cada una.

Debido al elevado número de aumentos, cada vez que estos varían el paisaje que se ve es completamente diferente, si bien siempre se tiene la impresión acertada de que corresponden a la misma muestra. Con un acercamiento mayor lo que al principio era un pequeño poro en la superficie, se convierte de pronto en una verdadera gruta, con su luz y su “flora” particular, es como experimentar en un nuevo grado la capacidad de enfoque y atención selectiva propias del ojo humano. Se trata ni más ni menos que de un ejercicio de observación –en cierto sentido indirecta, pues media el microscopio- elevado a la máxima potencia.

En algún punto intermedio entre lo que es capaz de percibir el ojo humano y los excepcionales aumentos que puede producir un MEB, se encuentra el segundo tipo de microscopio empleado en esta investigación. Comúnmente llamado “lupa”, es en realidad un microscopio estereoscópico avanzado con zoom, en este caso el Nikon SMZ1500. En este tipo de microscopios ópticos -que emplean la luz visible en lugar de radiaciones para obtener las imágenes-, además de una buena óptica – lentes, sin impurezas y bien calibradas- es muy importante disponer de una iluminación alta y una amplia gama de aumentos. Sólo así pueden obtenerse imágenes brillantes y de alto contraste y es posible observar especimenes sin tinción, como es el caso de los papeles impresos. De éstos era necesario, conocer no sólo su composición y estructura, sino –tras haber pasado por un proceso de impresión piezoeléctrica- la manera en que la tinta se depositaba sobre ellos, el grado de definición del punto, que permite apreciar a su vez el grado de absorción de la superficie, etc.

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