Las máquinas de ver. imágenes del macro y del microcosmos (I).

El acontecimiento fundamental de la época moderna es la conquista del mundo como imagen. La palabra imagen [Gebild] que es la criatura de la producción del hombre que representa y “coloca ante”. Con esta producción, el hombre lucha por la posición en la que puede ser ese ser concreto que da medida y traza las orientaciones de todo lo que es.
Jean Baudrillard

En nuestra época, la imagen goza de su propio régimen, de un estatuto elevado que por momentos se convierte en supremacía. Las páginas que siguen pretenden contar una pequeña historia, la de unas imágenes muy concretas. Las de lo grande y lo pequeño, que nos proporciona la ciencia desde hace más de cuatrocientos años, mediante una técnica-tecnología específica; la de construir y manejar microscopios y telescopios. Para comenzar este relato, es necesario primero definir aquello que se entiende por imagen. Una imagen, es en principio una representación, una figura con algún tipo de semejanza a una persona o cosa dada. Es por tanto apariencia. Sin embargo esta definición, limita un poco las cosas.

El sentido más amplio bajo el que enunciar la imagen, es aquel que la entiende de manera óptica. De esta forma, también es una representación de un objeto, pero una muy concreta; la que incide en el sistema óptico formada por los rayos luminosos que parten del objeto. Esta perspectiva es la más dilatada porque en ella cabe también la definición primera. Así, cualquier cosa que vemos es, en sentido óptico, una imagen. Por tanto éstas son tan antiguas como el ojo del hombre. Ver es la primera manera de “crear imágenes”.

Sin embargo, todos los que vivimos en el mundo occidental industrializado somos conscientes de que, si esta definición de imagen aún puede mantenerse, algo ha cambiado de forma radical en “su uso y sus labores”. Ahora es capaz de colonizar cualquier rincón. La arquitectura, la ingeniería o el diseño industrial hace ya tiempo que vienen transformando el entorno natural y éste muchas veces es sólo lo que media entre una ciudad y otra, visto a través de la ventanilla del coche o el avión. Como mucho, puede verse –que no sentirse ni experimentarse- algún retazo del mundo natural en el otro tipo de imágenes que se multiplican a nuestro alrededor. Son el cine, la fotografía, la publicidad, el diseño gráfico… Éstas son además las imágenes que más se ajustan a la primera definición, que alude a la apariencia, o como han dicho algunos; al simulacro o al espectáculo. Pues este tipo de imágenes funcionan a modo de entidad que se coloca frente a nosotros, relegándonos a una función pasiva de espectadores.

Internet ha sido finalmente quien ha abierto la posibilidad definitiva de ver todo aquello que deseemos en el momento que más convenga, acercando en segundos las antípodas o permitiendo el acceso a cualquier información. Vivimos la época de la “hipervisibilidad”, y es que el mundo está lleno de ojos que por todas partes ven. Sabemos que en esto juegan un papel esencial los medios de comunicación, pero tal vez somos menos conscientes de que la imagen, -en su sentido más amplio, pues todos los ejerce sobradamente- es parte indiscutible de eso que llamamos globalización. Conecta lugares que geográficamente o en su origen cultural se hallan tan distantes como la vieja Europa, Norteamérica o Japón.

Hoy ser occidental ya no es pertenecer a la parte occidental de Europa, hoy significa estar en la parte del mundo que progresa (normalmente a costa de otros cuando no del mundo mismo). Supone vivir en una sociedad postindustrial o de los medios de comunicación. Tecnología e imagen no sólo van de la mano sino que la segunda deviene de la primera, y ésta se interesa y promueve el desarrollo de la última en base al tercer factor que define a occidente: el capitalismo.

El planeta está troceado por niveles de desarrollo económico y cultural muy desiguales. (…) y sin embargo, los mismos zapatos deportivos, los mismos disfraces icónicos de las comidas rápidas, o retóricas muy parecidas en el lenguaje publicitario-comercial (por señalar algunos elementos plenamente involucrados en la cultura visual de masas) han ido solidificando fragmentos de esa inconexa aldea global.

La imagen en nuestros días es un medio de comunicación e información explotado al máximo por el capitalismo postindustrial, y además actúa como agente de cambio de las sociedades, de la cultura y por tanto de los hombres. Incluidos, con voz propia, aquellos que hacen arte.

La omnividencia, la ambición totalitaria del Occidente europeo ha extendido sus afanes en el espacio y el tiempo y es ahora más grande que nunca. Sin embargo, analizar las causas por las que esto se verifica o nombrar algunas posibles no es el objetivo de estas líneas. Su intención primera debe buscarse en el ansía de ver que tiene el hombre, sobretodo el occidental, y encontrarse en un tipo de aparatos muy concretos, aquellos que nos permiten –por contraposición a lo visible- ahondar en lo invisible.

Visible vs Invisible. Una pareja de contrarios y un medio para unirlos; la óptica.

Frente a lo visible, es evidente, se encuentra lo invisible. Lo que pasa desapercibido, lo que no se oye ni se ve, y que en ese sentido siquiera existe. Pues lo invisible es aquello de lo que “no nos damos cuenta”, aunque habite a nuestro lado; aunque lo haga, a veces, en nosotros mismos. Lo invisible es lo que, nuestros cinco sentidos en general -y la vista por definición y en particular – descuidan. Sin embargo, centrándonos en el órgano de la visión (la palabra invisible alude a él más que a otros y la vista ahonda de un modo más latente en lo que imagen llega a significar en nuestra época) sabemos que lo visible está en principio únicamente allí donde miremos, y en principio todo es visible y nada lo es pues la visión se crea con la mirada. Sin embargo el afán de ver las cosas, de hacer el mundo permeable a nuestra mirada y por ende a nuestro raciocinio, llevó al hombre a creer que lo visible es la realidad, y cuando menos, que lo que pudiera verse le daría los datos suficientes para desentrañar sus secretos y volver así, inteligible la naturaleza.

Lo visible es un invento. Sin duda, uno de los inventos más formidables de los humanos. De ahí el afán por multiplicar los instrumentos de visión y ensanchar así, sus límites.

Y es que los sentidos del hombre tienen en efecto unos límites, por encima de los cuales se vuelven inoperantes. Atendiendo a la vista dos de ellos son; por un lado el que le impone el propio tamaño del ojo; de tal manera que el hombre no puede ver ni lo que es muy grande ni lo que es muy pequeño y por otro, la naturaleza del mismo. Pues la vista pertenece a la tierra -a la vida que en ella se originó hace millones de años y a la evolución biológica que la sucedió-, y por tanto también al sistema solar; al sol. De tal manera que el ojo humano no detecta las radiaciones electromagnéticas por encima o por debajo del espectro visible, de luz blanca.

La óptica, la parte de la física que más ha influido en el desarrollo de la humanidad, (y más en concreto de ese occidente que hoy se extiende hasta oriente) es precisamente quien se ocupa de la las leyes y los fenómenos de la luz, y es también el arte de fabricar lentes, microscopios y demás aparatos que sirven para perfeccionar la visión.

Si la imagen que, en todas sus versiones, va colonizando el mundo se define de modo óptico (y más amplio) como todo aquello que vemos; entonces la óptica se ocupa precisamente de conocer el funcionamiento del ojo y la naturaleza de la luz, para superar los límites que nuestra biología nos impuso. Es la óptica quien reúne bajo el mismo techo la pareja de opuestos visible-invisible. Y su inmenso reinado se extiende desde las primeras manifestaciones científicas hasta nuestros días. Por sus leyes y fenómenos se han interesado no sólo científicos, sino también filósofos y artistas de todos los tiempos.

Baste, en este punto, constatar un hecho. La dualidad visible-invisible, guarda estrecha relación con la dualidad finito-infinito. Y es que lo que vemos no es más que un fragmento de la realidad; pensamos que antes y después de ese fragmento es infinita la extensión del espacio y del tiempo (…) saltamos más allá de lo visto y lo visible (…). Lo que vemos pierde todo interés (…) lo que no vemos, su infinitud despierta la angustia de nuestra propia finitud.

Finito vs Infinito. Asomarse al abismo de lo grande y lo pequeño.

En una época remota, cuando el hombre comenzaba a constituirse como tal una de las cosas que antes comprendió fue que moriría. Que algún día su existencia llegaría a su fin mientras el sol y la lluvia continuarían sus ciclos sin él. El hombre, como especie homo sapiens, despertó al mundo reconociendo en primer lugar su propia finitud. Teniendo que asumir que la naturaleza era siempre más fuerte que él, y los animales –esos otros iguales y distintos a la vez- eran los señores de un mundo a su medida que poblaban en número infinitamente superior.

De tal manera que no es de extrañar que ante la magnificencia de la naturaleza, los hombres despertaran pronto el deseo de acercarse a aquello que está muy lejos, en el infinito; en el cielo plagado de estrellas. La relación entre el hombre y las estrellas en las primeras altas civilizaciones -la egipcia y la mesopotámica- era, pues, fundamentalmente diferente de la nuestra, que incluye un conocimiento mucho mayor de nuevos mundos astronómicos, de sus distancias y sus temperaturas. El concepto de la infinidad no ha estado nunca tan enérgicamente grabado en la mente de los hombres.

Esto es algo manifiesto, los ejemplos están por todo el mundo. En las construcciones arquitectónicas; en las megalíticas formadas con piedras erguidas colocadas de diversas formas (como en Carnac (Francia) o en Stonehenge (Reino Unido), un observatorio astronómico de hace 5.000 años) o en Egipto, dónde las pirámides estaban a veces orientadas al cielo, y sus pasadizos alineados con estrellas. Es sabido que los mayas eran grandes astrónomos, también lo babilonios… Los grandes observadores de la antigüedad (que disfrutaban de un cielo más limpio) descubrieron a simple vista algunos secretos; como los planetas del sistema solar con los que bautizaron los días de la semana o los solsticios estacionales; conocían cometas y constelaciones que hoy mantienen sus nombres; crearon precisos calendarios, predijeron fenómenos periódicos y registraron el movimiento de las estrellas fijándose en los puntos del horizonte por dónde se ocultaban y salían cada noche.

Todos estos casos evidencian el temprano interés por el lejano e infinito mundo de las estrellas; por el macrocosmos y las relaciones entre los astros y el mundo, y por ende el hombre. Pero también por la observación minuciosa y constante como elemento de conocimiento, muchas veces el único. Era cuestión de tiempo que el microcosmos, aunque todavía desconocido, azotase el imaginario de los hombres.

En Grecia, en el siglo VI a. C., aparece con la escuela jónica la idea de determinar el elemento primero de la naturaleza. Empédocles concibe la teoría de los cuatro elementos (agua, aire, tierra y fuego). Leucipo y Demócrito introducen la concepción atomista de la materia -ésta estaría formada por átomos idénticos que se mueven en el espacio vacío y cuya unión forma los cuerpos- que se mantuvo hasta el Renacimiento. Posteriormente Aristóteles añade el éter a los cuatro elementos, éste constituye la materia de los cuerpos celestes, etc.

Las estrellas y los átomos, los elementos fundamentales y las relaciones astrales; es decir, los mundos infinitos de lo grande y lo pequeño han acompañado al hombre casi desde que puede considerarse como tal. Y en ellos se depositan todavía sueños y preguntas, encendidos debates y profundas reflexiones en la carrera a su vez infinita del conocimiento.

Y es que el micro y el macrocosmos se encuentran de manera especial en el cruce entre esa doble relación que parece marcar el sino de occidente: la relación visible-invisible y finito-infinito. Evidentemente, son invisibles; al menos a partir de ciertas dimensiones. Pero es que son además los límites del intervalo de todo lo que existe. Unos límites, paradójicamente, ilimitados. Y como el horizonte que atisbaban los antiguos, en eterna extensión bajo nuestros pies. Y es que una vez que un horizonte se alcanza, otro se dibuja en lontananza. En los mundos infinitos de lo grande y lo pequeño, siempre cabe la existencia de un nivel ulterior.

El micro y el macrocosmos son innombrables, inconmensurables e inmensos, eternos… infinitos.

El camino de la curiosidad. ¿Dirección? … ¡Al infinito!

Sabemos que la ciencia y la filosofía nacen entrelazadas en el mundo griego. Cuando un puñado de hombres, consideran sus mentes cómo lo único capaz de desentrañar los misterios del Universo. Sin embargo, el verdadero viaje del conocimiento; de la curiosidad y del descubrimiento comienza varios siglos más tarde. Al principio en Italia, luego por toda Europa, de mano de un periodo que retoma el mundo clásico, si bien con la intención de superarlo y no de imitarlo; es el Renacimiento.

Momento de extraordinarios esfuerzos y pasión, de grandes proezas y descubrimientos, en él se alían actividades en apariencia separadas como el arte y la ciencia, y una serie de elementos confluyen entonces para cambiar la concepción del mundo que tenía el hombre, y poco a poco el mundo mismo. Uno de los grandes logros del Renacimiento es el hallazgo de la perspectiva. Supone que se había descubierto el modo de reproducir la forma de percepción característica del el ojo humano, pero además es un adelanto equiparable a los técnicos, pues sirve también para proyectar y modificar el entorno. De tal manera que el espacio de la perspectiva representado por los artistas del siglo XV anuncia el espacio geográfico recorrido por los exploradores del XVI y el espacio cósmico calculado por los científicos del XVIII.

En 1450 Gutemberg presenta al mundo su invento; la imprenta. Y pronto por toda Europa los tipos reproducirán el saber acumulado hasta entonces, es el caldo de cultivo perfecto para los humanistas; hombres versados en la antigüedad clásica que discuten con igual pasión y conocimiento sobre teorías filosóficas o astronómicas. Paralelamente, los descubrimientos geográficos estimulan la navegación y el comercio y poco a poco cambian la ingenua concepción medieval del mundo. Después de las pestes que azotaron Europa en la Edad Media, comenzaba una nueva era, esperanzadora y triunfal en la misma medida.

Después de la Revolución Científica del XVI, en el XVII nace la ciencia experimental y con ella la ciencia moderna, tal y cómo la conocemos hoy. Galileo y Descartes proponen las matemáticas como modelo válido en el que fundamentar el conocimiento, y la física goza de un saludable prestigio. Finalmente, por si las conquistas geográficas, la imprenta, la perspectiva o la nueva ciencia no eran adelantos suficientes, el perfeccionamiento de una técnica vino a sumarse a todos ellos incrementando sus avances. Propia de esta época y capaz por sí sola de cambiar la concepción del mundo; la técnica del vidrio produjo una revolución sin precedentes. Primero, en los países del norte, los invernaderos supusieron una gran ventaja para la agricultura, resguardando los cultivos de las heladas y potenciando las escasas horas de sol. Después y por toda Europa, comenzaron a implantarse las ventanas de cristal, primero en los edificios públicos y poco a poco en cualquier lugar sustituyeron a las telas aceitadas. De tal manera que los cristales no sólo abrieron los ojos del pueblo sino sus mentes, ver era creer (…) el ojo se convirtió en el órgano más respetado. (…) Una visión más penetrante, un interés más vivo por el mundo externo, una respuesta más precisa a una imagen clarificada; estas características iban de la mano con la extensa introducción del cristal.

Y si esto no fuese suficiente, lo cierto es que la nueva ciencia experimental fue su mayor beneficiaria. En su afán de medición precisa, síntoma del método matemático, reclamaba con ansia nuevos instrumentos que facilitasen la observación de los fenómenos. El cristal fue su gran aliado, debido unas propiedades que ningún otro material puede alcanzar, y entre las que destacan la resistencia a cambios químicos o elevadas temperaturas, ser aislante y desde luego la transparencia; vinculada a la limpieza y la higiene además de a la buena visibilidad.

Y es que el cristal, sobretodo ahondaba en el profundo deseo de visión inmaculada; transparente y clarificadora que funciona a modo de columna vertebral, del Renacimiento, primero, y de toda la modernidad después. Todo el legado renacentista está plenamente orientado hacia la superación; personal, pero también social. La ciencia moderna nace de hecho como discurso liberador, que salvará al mundo de la ignorancia y la superstición propias de la época medieval. Un nuevo hombre acababa de ver la luz, y el conocimiento era su mejor aliado para progresar.

Es evidente, que cambios tan enérgicos y profundos pronto modificarían la mentalidad de los hombres y también su entorno. Y esto ocurrió en dos sentidos, sino fundamentales sí muy importantes.

Por un lado; la superioridad del ojo como instrumento fiable de conocimiento. Y por otro lado –aunque ambos aspectos están emparentados-, entre finales del siglo XVI y finales del XVIII cambia la idea del mundo, y cambia el sentido de la palabra “infinito”: de límite del mundo, metafísico o religioso, pasa a ser una parte del mundo, explorable a través de la investigación y virtualmente traspasable.

Así es en efecto y los hombres (cuando menos los que pasan a la historia), emprendieron un viaje, que a modo de Santo Grial o El Dorado, ansiaba únicamente encontrar el infinito.

Sin duda la primera evidencia, y una de las más claras, nos la ofrece la perspectiva. Con ella el hombre se sumía en el camino de lo invisible al tiempo que lo hacía de una forma muy concreta. Pues consistía en unos “hilos invisibles” (así lo dirían Alberti o Leonardo) que confluían en un punto lejano, en el horizonte. Ahí estaba el infinito.

El punto de fuga, de referencia estructural, pasa a ser una meta accesible en teoría, que puede explorarse y casi alcanzarse con los medios disponibles. (…) la experimentación artística –haciéndose cargo de los valores emotivos que la ciencia expulsa de su campo- cultiva también, (…) la ambición de capturar el infinito.

Nuevos horizontes, su búsqueda fue lo que cambió la mentalidad de los hombres, y no sólo los artistas andaban en su pos. A la par navegantes y marinos descubrieron nuevos continentes y la forma definitiva del mundo. Es lógico que éste nunca volviera a ser lo que había sido. La perspectiva sirvió también para potenciar el estudio y planificación de paisajes. Mientras la propia arquitectura se hacía más ligera e iglesias y catedrales se alzaban hacia el cielo, los grandes jardines proliferaron en los palacios de Europa.

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