El color: sustancia visible. El imposible cromatismo de las radiaciones electromagnéticas distintas de la luz blanca
El MEB además de las posibilidades antes señaladas como la visualización de secciones o la realización de microanálisis, presenta otras ventajas importantes con respecto a la “lupa”; como son, el elevado número de aumentos y la mayor profundidad de campo (o zona de nitidez de la imagen, con un microscopio óptico no es posible enfocar a la vez un punto lejano y otro cercano, y a más aumentos menos profundidad de campo). Sin embargo, los microscopios electrónicos, frente a los ópticos, no proporcionan imágenes en color, únicamente las imágenes pueden colorearse en un proceso de edición post-fotográfico.
Eso justifica la relevancia de la “lupa” en el caso concreto de los papeles impresos. Y es que con ella, no sólo se aprecian las líneas que deja la impresión en su recorrido, sino que se observan los efectos cromáticos de superposición de color. Esto es, la síntesis sustractiva por la cual al solaparse un punto azul y otro amarillo, por ejemplo, producirán la sensación óptico-cromática del verde. Así puede verse que los puntos son diferentes según la cantidad de tinta precisa para obtener el color apropiado y también en función de la superficie donde se han depositado. A veces son esferas alineadas de contornos delimitados; otras, como manchas de forma más imprecisa, “absorbidas” por una superficie porosa, producen sensación de mayor desorden y de imagen desenfocada al perderse el perímetro.
Si el cine y la televisión aprovechan ese “defecto” del ojo humano, llamado persistencia retiniana, para que pensemos que es un movimiento continuo lo que es en realidad un bombardeo de momentos congelados; 25 fotogramas por segundo. La impresión sobre papel –igual que muchas técnicas de grabado, ejemplos evidentes son el aguatinta y la serigrafía-, se beneficia de nuestro límite de resolución (distancia mínima entre dos puntos próximos que pueden verse separados), de tal manera que lo que vemos no es una imagen en el modo en que lo es lo que nos rodea o el rastro del pincel sobre el lienzo, sino que son puntos dispuestos en filas, que producen la impresión de ser formas compactas, “rellenas”. Y además, esos puntos, solapándose entre sí, pueden reproducir cualquier matiz cuando en realidad son de un número limitado se colores (CMYK).
Con el MEB el color se pierde en el acercamiento. No sólo porque las imágenes sean en blanco y negro y una gama de mezclas, sino porque es poco probable llegar a visualizar el punto de tinta. Esto es sólo posible en casos especiales, normalmente en dos; si el papel es muy poco poroso de tal manera que existen diferencias topográficas entre la superficie del papel y “la capa” de tinta (LEI), o si la composición química del papel es muy diferente a la de la tinta (YAG). Pero lo cierto es que pocos son los casos en que la tinta puede verse y es que cuanto más nos acercamos, más se evidencia que la única diferencia que existe entre la tinta y el papel es que el todo es más que la suma de las partes. Ambos han pasado a ser uno sólo, y en el proceso que los unió, la primera se ha filtrado –o al menos depositado- en el segundo hasta ser una parte indiscernible de su ser.
Forman ya algo único en lo que sólo podremos adentrarnos con instrumentos casi tan antiguos como el ansia de ver que tiene el hombre. Sólo ellos pueden poner de relieve el modo exacto en que nuestro ojo compone una imagen “continua” con lo que son miles de puntos acumulados; y a más acercamientos, comprobar que el color –eso que es tan manifiesto para el ojo humano no puede desprenderse de un soporte físico; el papel en este caso, desde el que llega hasta nosotros con intensidad realzada.
Tinta y papel son sólo uno y componen a nuestros ojos una imagen que lleva dentro infinitas imágenes, de puntos de colores o de terrenos inexplorados, a condición claro de tener un microscopio que pueda revelarlas.
¡Lo invisible que puede verse! El microscopio como extrañamiento y el detalle como todo.
Un microscopio, también un telescopio, son una forma de asomarse a otros mundos. Y frente a ellos sentimos la sorpresa de un extrañamiento. Por un lado, son alta tecnología ante la que maravillarse. Y esto no sólo por su demostrada utilidad y precisión -sobretodo con los que emplean radiaciones de luz invisible- sino, porque la posibilidad de adentrarse en los mundos más pequeños y recónditos sea real. Casi hubiera sido más lógico esperar que los aumentos no fuesen excesivos, que la calidad no permitiese una buena observación… o en definitiva, que lo invisible siguiese resistiendo nuestras tentativas de escudriñarlo. Y sin embargo, sí existen instrumentos capaces de amplificar nuestra capacidad de visión hasta extremos insólitos.
No importa que se trate de una “lupa” o un MEB (si bien este último resulta aún más impresionante); la sensación que se experimenta es la de estar ante un prodigio del ingenio humano, que no sólo funciona sino que guarda celoso el encanto de un misterio; albergando al mismo tiempo la sospecha del descubrimiento y la incertidumbre de la misma vida o de la materia que sólo estos aparatos podrían mostrar en su verdadera dimensión.
Los microscopios son lo único capaz de revelar lo más pequeño. Son los absolutos escudriñadores de lo invisible, de lo oculto por diminuto. Y, en este sentido, funcionan de manera similar al ojo de una cerradura, que, en algún punto de una puerta, deja entrever lo que hay al otro lado. Aunque, como sabemos, en este caso la puerta no puede abrirse, pues conduce a otras dimensiones, distintas de la nuestra en el sentido más real de la palabra. Nuestra pesada corporeidad y nuestro tacto permanecen para siempre al otro lado de la puerta. El microscopio es, por tanto, el ojo de una cerradura sin llave posible o de una puerta sin umbral; intraspasable para nosotros. Al asomarse al ocular, o frente a la pantalla de visualización, es imposible desasirse de la impresión de estar frente a un mundo desconocido, que -gracias a los brutales aumentos y las más intensas variaciones lumínicas-, podemos recorrer con nuestra vista. Y acaso tengamos la misma sensación que ante un paisaje recóndito que jamás transitaremos, pero que, bajo la intensa luz del sol y ante nuestros ojos, es más que simplemente una imagen proyectada en nuestra retina. Es verdaderamente una parte del mundo con su orografía específica y mudable, que no con los pies, pero sí con los ojos, podemos atravesar de cabo a rabo y, en este sentido, experimentar. Sin embargo, sabemos que, en el caso de un paisaje, bastaría ponerse a andar para apreciarlo de otra manera. Con los microscopios, esta certeza desaparece, es ocupada por la contraria. Eso es la sorpresa: experimentar –vivir casi como un paisaje real- aquello que sin embargo nunca podremos tocar o recorrer. Únicamente el ojo puede asomarse al agujero y, a través él otear el abismo adyacente. Que la vista sí pueda adentrarse en lo ignoto es precisamente lo que provoca el extrañamiento.
Por otro lado, se comprenderá bien que al mirar algo mediante un microscopio, igual que al hacerlo por una cerradura –al menos esto último es algo que todo el mundo ha hecho alguna vez-, no puede aprehenderse lo que está al otro lado en su totalidad, como conjunto. El ojo está demasiado cerca, su área de actuación se reduce en favor del detalle que aumenta. La cerradura, el ojal, dirige la imagen a un punto concreto y cualquier modificación en la posición del ojo (punto de vista) modifica irremediablemente el paisaje, la imagen obtenida. Del mismo modo, un microscopio también la focaliza, pero además la amplifica de manera espectacular. Así, el detalle se convierte en el todo, que es ahora un solo punto minúsculo que gracias al instrumento confluye con nuestra mirada. Esa totalidad, a la que pertenece la parte, queda relegada en favor de un detalle de la misma. Como cuando vemos reproducido, en un libro o una revista, un fragmento de un cuadro. Ese mismo detalle se convierte ahora en un cuadro propio, al menos en una imagen autónoma. Así mismo, ocurre con un trozo de papel visto al microscopio él, que era sólo un pedazo de una impresión más grande, es ahora un cuadro nuevo, que –en función de la zona y el aumento- lleva dentro miles de otros cuadros, millones de detalles en los que entretener la mirada.
Por tanto, emplear un microscopio es efectuar una operación de amplificación o acercamiento extremo, al detalle, al pormenor. Sería complejo y extenso detenernos ahora en las características del detalle, por lo que baste enunciar que explica de manera nueva el sistema mismo.18 Esto quiere decir que, ante un detalle de la muestra –papel en nuestro caso-, somos capaces de intuir el sistema o la totalidad a la que pertenece. Así es, en efecto, podemos extrapolar ese detalle al todo del que forma parte.
Lo que ocurre es que la función específica del detalle (…) es la de reconstruir el sistema al que pertenece (…) descubriendo sus leyes o detalles que precedentemente no han resultado pertinentes a su descripción.
Agujeros infinitos de poderoso detalle; los fractales y de nuevo el microscopio. La coincidencia de la imaginación.
Mirar a través de un microscopio es una especie de ejercicio visual en el que, más allá de la sorpresa tecnológica que supone poder empequeñecer aunque sólo sea nuestro ojo al tamaño de un punto de tinta o de una fibra de papel, lo realmente asombroso es la pertinencia de la etimología del detalle, es decir, que en efecto pueda tomarse la parte por el todo y que ante un pequeño fragmento, ante una parte que apenas sabemos nombrar en el sistema métrico decimal, intuimos la existencia de una regla formal subyacente, sin que seamos capaces de explicitarla adecuadamente.
La naturaleza de esa regla formal, profunda y soterrada, es tan invisible como aquello que estamos viendo y, sin embargo, no puede dejar de sentirse. Recorre como una médula espinal, como un escalofrío, todo lo que el microscopio nos enseña. Sea lo que sea lo que se ve, y por encima de la extrañeza del descubrimiento, hay algo que no nos sorprende. Y lo más raro nos parece entonces esa paradójica familiaridad, ese déjà vu, que sentimos frente a lo que nunca antes habíamos contemplado.
Algo muy aproximado ocurre con un tipo de figuras matemáticas que guardan estrecha relación con las imágenes del microcosmos; son los fractales. Y su manejo supone emplear el ordenador como microscopio.
Son figuras altamente complejas y, en este sentido, como nos dice su introductor en la matemática contemporánea, Beniot Mandelbrot, “muy parecidas a las cosas de la naturaleza”. De hecho pueden recrear la formación y el aspecto de una montaña, de un helecho, de una nube, etc. Esto se debe a que el algoritmo que las ha producido ha captado un aspecto esencial de la complejidad de la naturaleza. Esa regla formal subyacente, ¿quizás?
Es muy corriente que los fractales presenten además una propiedad que se conoce como autosemenjaza geométrica, por la cual la parte es igual al todo pero en más pequeño. He aquí la particularidad del detalle por la que es capaz de reproducir el sistema. Por eso, estas figuras pueden recorrerse como una escalera de infinitos peldaños.
Lo mismo sucede con las vistas del microscopio: cada aumento, un peldaño. Finalmente, ambos tipos de imágenes dejan traslucir vestigios de esa regla oculta, aunque palpable. De ella se adivina que está estrechamente vinculada a la autosemejanza o, cuando menos, a la facultad del detalle para reproducir el sistema. Lo cierto es que, además de esto, esa regla formal que subyace permite también reconocer como iguales distintos detalles de un mismo sistema y, también advertir parecidos entre sistemas diferentes.
De este modo, es probable que, ante dos imágenes del mismo papel o figura pero con aumentos considerablemente distintos, seamos capaces de intuir que, en efecto, es el mismo papel lo que se está viendo. Es decir, reconocer como iguales detalles distintos del mismo sistema. En cuanto a las semejanzas entre sistemas diferentes, éstas asaltan nuestra imaginación. Ante el microscopio, uno se siente más que capaz de compartir el maravilloso sueño griego de la gran cadena del ser que retomaría Paracelso en el Renacimiento. Según esta creencia, el universo estaría regido por una única –aunque probablemente muy compleja- regla, de tal modo que nuestro sistema planetario podría ser un átomo de un enorme organismo y, nosotros mismos, seríamos un macrocosmos para seres cualitativamente iguales aunque diminutos. Con el microscopio, somos capaces de imaginar -casi de visualizar- esa enorme cadena que va de lo grande a lo pequeño y en la que nosotros somos un eslabón intermedio, a la vez insignificante y poderoso, sin duda privilegiado, pues desde nuestro peldaño pueden a veces observarse otros.
Seguramente, más para un artista que para otro hombre, no resulta difícil establecer semejanzas y diferencias con cosas ya conocidas, ya vistas. En cualquier caso, ante el microcosmos, la imaginación se exalta y, en un detalle ínfimo de un papel impreso, puede “reconocer”, como ya dije, un paisaje árido o florido, plagado de texturas que están de este lado de la puerta cerrada, que, además de ver, hemos podido tocar y oler, hacer crujir bajo nuestros pies. De este modo, a lo largo de la investigación, algunos papeles eran impunemente bautizados como “empanada de maíz” o “desierto”, en alusión a ciertas características formales o morfológicas que coincidían con otras de nuestro entorno macroscópico.
Finalmente, hemos vuelto a toparnos con la sorpresa del reconocimiento, con el desconcierto de lo ya aprehendido. Pues mientras uno se acerca o retrocede sobre la superficie del papel, pasando del extrañamiento de la técnica al del detalle, se topa por momentos pasmado al sentir cierta familiaridad, en todo ello, en el mismo proceso, pero sobretodo en lo que se ve. Esto es quizás lo más fascinante de la experiencia.
Las imágenes del microscopio no sólo nos enfrentan al asombro de lo ignorado, también se hace evidente un deje de reconocimiento. El hecho de que el detalle reproduzca el sistema, las vuelve intuitivas, y es que, sus formas altamente complejas, remiten ni más ni menos que a la naturaleza. El caso es que nosotros no dejamos de pertenecer a ella, por eso seguramente nos resultan “conocidas” sus imágenes. Vemos naturaleza, vemos aquello que es distinto a nosotros, pero igual al mismo tiempo y, por eso, no es difícil establecer comparaciones, por eso son tan extrañamente reconocibles y familiares.
Mandelbrot se refería a los fractales cuando escribió esta frase, pero sin duda nosotros podemos tomarla prestada y extenderla a las vistas del microscopio y decir entonces que ambos tipos de imágenes no sólo tiene(n) que ver con la génesis de las formas sino con nuestro sentido de la belleza y su fundamento biológico. Yo añadiría que espolean nuestra imaginación.
Es probable que cualquiera que lea esto recuerde algún momento en su vida –aunque sólo sea uno- en el que, ante una pequeña estructura microscópica (fotografiada o directamente visualizada), tuvo la sensación de que ésta era digna de la paleta de un pintor, de la mano de un maestro escultor, o incluso que a él mismo le hubiera gustado ser artista para poder inmortalizarla.
Las fantasías que provocan, la imaginación a la que apelan, nuestro sentido biológico de la belleza, todo eso hace que al asomarnos a los mundos diminutos o ínfimos sintamos, extrañados, confianza ante lo desconocido. Mucho después de que Demócrito y Leucipo soñasen con los átomos, aunque antes de que algún hombre hubiese colocado sus ojos en el ocular de un microscopio, Leonardo escribió lo siguiente: Si observas algunos muros sucios de manchas o construidos con piedras dispares y te das a inventar escenas, allí podrás ver la imagen de distintos paisajes divinos, hermoseados con montañas, ríos, rocas, árboles, llanuras, grandes valles y colinas de todas clases (…) Ocurre con esos muros variopintos lo que con el sonido de las campanas, en cuyo tañido descubrirás el nombre o el vocablo que imagines.
El tañido de la campana, he ahí, el lejano eco que ora reconocemos nítidamente, ora se pierde con el viento y, que pese a la posible distorsión de la distancia, siempre es igual a sí mismo y, sorprendentemente igual a cualquier sonido que hayamos oído antes. Las cosas que vemos del microcosmos tienen esa resonancia de unas imágenes -tan concretas como abstractas- que antes de volverse visibles en los microscopios existían ya en los muros de piedra, en las cortezas de los árboles o en la arrugada piel de nuestros abuelos.
En ellas todo puede ser, todo cabe al mismo tiempo, son como las formas entrópicas que desde el principio de los tiempos flotan en la oscuridad de nuestros ojos cerrados, cuando todavía despiertos decidimos entregarnos a Morfeo.
El ulterior agujero. El infinito Aleph y el infinito estético
Quisiera comenzar este punto tomando prestado un fragmento de un relato de Borges que trata sobre un agujero llamado Aleph. Él lo vio una única vez, cuando se lo enseñó Carlos Argentino Daneri, un conocido suyo. Éste se encontraba en la triste coyuntura de tener que abandonar la casa –iba a ser demolida- en la que se había criado y de paso, el sótano dónde ese maravilloso agujero se encontraba. Así, nos cuenta Borges la fascinante visión.
Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.
Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza aquí mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca?(…) Por lo demás, el problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. (…) Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es.
El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. (…) vi la circulación de mi oscura sangre, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo. Sentí infinita veneración, infinita lástima.
Para el mismo Borges, el aleph fue como un sueño. Y aunque no lo especifica, nosotros lo intuimos; la lástima la sintió de él mismo y de los semejantes a quienes contemplaba; la veneración, casi como un éxtasis religioso, la sintió ante ese infinito universo que se condensaba en algún punto de la pared del sótano: a la vez poderoso y frágil, donde todo, de lo más grande a lo más pequeño, ocurre.
Ese agujero es el ojo de una cerradura sin llave, de una puerta sin umbral y sin dintel, por dónde uno se asoma a un mundo infinito.
En fin, ante el aleph se siente que es el todo y es la nada, que es un mundo eterno que va de lo grande a lo pequeño, de lo infinito a lo que apenas existe. En él se tocan y conviven, son parte el uno de lo otro, diferentes pero completamente indiscernibles. El aleph y el mundo mantienen la misma relación que el detalle y el sistema. El aleph no es el mundo porque está en el mundo y, sin embargo, ese insignificante agujero, ese detalle, es capaz de dar cuenta del mundo entero y, frente a nosotros, provoca que en efecto lo reconozcamos como tal.
En él todo es simultáneo y todo sucede… desde luego también, la miseria de los hombres. Sus desdichas y anhelos que, ante el aleph, ya no parecen tan grandes, más bien son estúpidos.
“Vi tu cara” nos dice, pero para él tú no eres tú que lees esto, ni soy yo; para él tú, lo antónimo de yo, es quien siempre le acompaña, su amada Beatriz Viterbo (nunca obtuvo su amor y además hubo de disputarse su atención con Carlos Argentino, primo hermano de ésta y a quien en realidad no soportaba). Ese agujero le mostró que el mundo que contempla ahora es el mismo que aquel en el que ella aún existía, y que su desdicha y su tristeza por la irremediable pérdida no eran más que suyas y sólo a él le importaban, aunque decidiese conservarlas hasta el fin de sus días.
Él lloró, como han llorado muchas veces los hombres desde que son tal, lloró igual que lloran los poetas. Y algunos versos acuden ahora a mi mente, como acudieron las lágrimas a sus ojos.
(…) ¿Dónde estás?, me pregunto, cuando admiro el cielo en una noche transparente, y el universo silenciosamente, extraño a mi dolor, sigue su giro. Yo también sigo el mío desolado y al cerrar dolorido y fatigado, empañados de lágrimas mis ojos, en mi, dentro de mi logro encontrarte, los que den sepultura a mis despojos, volverán amor mío a sepultarte.
¡Qué a gusto sería sombra de tu cuerpo! ¡Todas las horas del día de cerca te iría siguiendo! Y mientras la noche reinara en silencio, toda la noche tu sombra estaría pegada a tu cuerpo. Y cuando la muerte llegara a vencerlo, sólo una sombra por siempre serían tu sombra y tu cuerpo.
Sobre el dormido lago está el sauz que llora. Es mismos paisaje de mortecina luz. Un hilo imperceptible ata la vieja hora con la hora presente… Un lago y un sauz. ¿Con qué llené la ausencia? Demente peregrino de extraños plenilunios, vi la vida correr… ¿La sangre?… De las zarzas. ¿El polvo?… Del camino… Pero yo soy el mismo, soy el mismo de ayer. Y mientras reconstruyo todo el pasado, y pienso en los instantes frívolos de mi divagación, se me va despertando como un afán inmenso de sollozar a solas y de pedir perdón.
Él mismo confiesa, antes de intentar describir el aleph, que tras la muerte de Beatriz pensó: Cambiará el universo pero yo no. Y como dice, pensó también que podía consagrarse a su memoria.
El presente, el pasado, que se unen extrañamente y son posibles al mismo tiempo, ese es el extrañamiento de habitar este mundo teniendo memoria y al mismo tiempo sabiendo que nuestros recuerdos son sólo nuestros y que la sensación que nos evocan, esas mágicas resonancias, ese olor que de pronto el tiempo nos devuelve, morirán, sino antes, en el mismo instante en que lo hagamos nosotros mismos. Borges lloró, porque, cuando vio el aleph, no pudo dejar de enfrentar a ese innombrable infinito su escasa condición, su intranscendencia. Y es que si lo que no vemos despierta la angustia de nuestra propia finitud, cuando por fin se muestra, la evidencia descaradamente.
El mismo arte, la pintura como primer lenguaje y en cierto modo primera cultura29, nació –asociado a prácticas mágico-religiosas-, sin duda, de una sensación parecida. Y es que (…) el principio de la cultura es el de un constante retorno –no en sus formas, sino en sus preocupaciones- a las modalidades esenciales que derivan de la finitud de la condición humana.
En un tiempo, lejano e incierto, algunos hombres decidieron “dialogar” con el miedo que sentían ante un mundo enorme y peligroso, donde ellos sabían a penas poner nombre a lo que eran, mientras que la naturaleza plagaba la tierra de fenómenos desconocidos y poderosos animales.
El arte, como primer lenguaje, supone precisamente una búsqueda de la protección, una evasión hacia un lugar dónde los hombres pudieran comunicarse y sentirse semejantes en sus diferencias… De tal manera que la cultura es una creación de los hombres, la construcción de un mundo (que compartir) para mantener la continuidad (…) los hombres conocen su destino y crean rituales, no para evitar la mortalidad, sino para mantener una “conciencia de especie”. Podríamos decir que, para sentir el cálido abrazo del semejante, para sentir al otro en ese mundo inmensamente ajeno, en el que algún día precedente hubieron de asumir que morirían.
Esos hombres, en definitiva, despertaron a su conciencia, y no en el sentido en que ellos de algún modo la llamasen sino en el sentido definitivo en que hubieron de aceptarla o, al menos, compartir con ella su existencia la cual se volvió, si cabe, aún más incierta.
Del mismo modo, colocarse ante el aleph aviva la inefable condición del sujeto que, irremediablemente, cada uno de nosotros llevamos dentro. Y es que ser sujeto, es ser autónomo siendo, al mismo tiempo, dependiente. Es ser algo provisorio, parpadeante, incierto, es ser casi todo para sí mismo, y casi nada para el universo.
Ser sujeto es, en definitiva, aunar en un alma la infinitud de la naturaleza a la que pertenecemos y la insignificancia de una vida, que, como tal, debe terminar. Las rocas, los planetas, lo sabemos, duran más, en cambio el regalo de la vida es efímero. Vivir para morir o no sentir para rotar eternamente; es algo que no puede elegirse.
Poco le importan a las estrellas nuestros lamentos, nuestras ansias y afanes… y, en el preciso momento en que somos conscientes de ello, no podemos dejar de venerar a quien nos ignora y de quien formamos parte. Pues es eterno e infinito al mismo tiempo. El universo es sabio e injusto, sencillo y lleno de pliegues, simultáneamente el universo es todo y reúne todas las cualidades; como el aleph. No le importaremos jamás y es que no hay nada que deba importarle, su existencia está por encima de las pasiones humanas, él es todas las cosas, es la luz y es el tiempo, es la rotación de los planetas y hasta el más ínfimo vestigio de vida, es lo grande y lo pequeño. Nosotros somos apenas una incierta y finita posición intermedia.
He aquí lo que también puede llegar a sentirse frente a un agujero infinito, llamado microscopio. La belleza de las imágenes que nos proporciona, su simultánea sencillez y complejidad, no requiere, y además rechaza (como el aleph, o como el cielo plagado de estrellas), palabras que la describan. (Quizá por eso Kandinsky quiso hacerlo con música y color, con lejanas resonancias).
Oh! Memoria, enemiga mortal de mi descanso, escribía Machado. Es la indecible “maldición” que todos llevamos dentro desde mucho antes de que los tatarabuelos de nuestros tatarabuelos fuesen siquiera una posibilidad. Es nuestra doble condición, ser iguales a la vez que diferentes, tener instintos a la vez que raciocinio, ser materia de tipo físico-químico y albergar al mismo tiempo un alma que no sabemos siquiera donde está, pero que lo es todo para nosotros, que nos hace ser quien somos…
No es extraño que los hombres comenzasen a pintar sus cuevas, a practicar el arte como imagen creada para ser compartida, ante esta evidencia. Dejando para la eternidad las huellas de su existencia. Y de las paredes rugosas extrajeron hermosos animales o, en ellas materializaron los contornos de su mano, en un proceso que significaba a un tiempo concreción de vida e “ineludibilidad” de muerte. En esa dualidad, en esa indecible condición humana, es precisamente en lo que se basa el oficio del artista; él vive, siente y trabaja la ambigüedad de su condición, a un tiempo excepcional y compartida. Y tal vez, algún tipo de infinito es lo que siempre busca encontrar.
En particular, lo que llamamos una “obra de arte” es resultado de una acción cuya meta finita es provocar en alguien desarrollos infinitos. De dónde cabe deducir que el artista es un ser doble, pues combina las leyes y medios del mundo de la acción con miras a un efecto que es producir el universo de la resonancia sensible. Se han hecho cantidad de tentativas para intentar reducir las dos tendencias a una de ellas: la Estética no tiene otro objeto. Pero el problema sigue intacto.